Al principio eran las palabras. La sabiduría pasaba de boca a oreja, de oreja a boca, de generación en generación, en una tradición oral que duró muchos siglos, equivalente al 99% de toda la historia humana. No había escritura para precisar los conocimientos. Se pintaban bisontes y se estampaban manos en las cuevas, pero todavía no se dibujaba la voz humana, no se codificaba el pensamiento en signos posteriormente descifrables.
En el Irak actual, seis mil años atrás, aparecieron las primeras letras en tabletas de arcilla, en forma de pequeños triángulos.1 Con ellas, los mercaderes recordaban las deudas pendientes. Después vinieron los egipcios con sus jeroglíficos, fijando nociones de medicina y astronomía, de religión y matemáticas. Se escribía sobre papiro y pergamino, luego sobre papel.
Los libros eran escasos, escasísimos. De la mayoría de textos, apenas existía un ejemplar. En Alejandría primero y luego en los monasterios, se sacaban copias a mano, una a una, página a página, agotador esfuerzo reservado a unos pocos iniciados en el arte de escribir. Los reyes y, sobre todo, los sacerdotes monopolizaban el saber.
Los chinos ya la habían inventado en el siglo IX, pero fue Johannes Gutenberg en el XV quien democratizó la escritura con aquellos primeros tipos de plomo fundido. La imprenta hizo posible sacar mil ejemplares de un libro en menos tiempo que el empleado por el copista deslizando sus pinceles sobre una página. Multiplicadas las letras, se multiplicaban los lectores. Renacía el pensamiento, se reformaba la imagen del mundo. Se rompía el oscuro control de Jorge de Burgos, acantonado en el laberinto de su inaccesible biblioteca.2
Después de los libros, vinieron los periódicos. Y la libertad de expresión, proclamada en la Revolución Francesa.
Genealogía de la radio
La escritura había atrapado las ideas. La imprenta las había puesto al alcance de todos. Ahora cualquiera podía interpretar la célebre Biblia latina de 42 líneas, primera publicación del fundidor alemán. Ahora todos podían leer —si aprendían a leer— las parábolas de Jesús y las arengas de Moisés. ¿Cómo, sin embargo, las dirían ellos? ¿Cómo habrán pronunciado esos mensajes? Las palabras estaban ahora ahí, escritas, cristalizadas en signos. Pero, ¿cómo habrán sonado en boca de sus autores? ¿Cómo hablaría Bolívar, cómo declamaría sus poemas Sor Juana Inés, cómo resonaron las últimas palabras de Túpac Amaru en la plaza grande del Cusco? Nostalgias del sonido disuelto en el éter, irrecuperable.
El invento de la fotografía capturó la luz. Había que inmovilizarse media hora ante la cámara para sacar un daguerrotipo, pero ahí estaba la plancha de cobre, quedaba una constancia más allá de la retina. Sin fotos, los rostros se escapaban como el agua de los ríos. Los cruzados regresaban de sus absurdas e interminables batallas y reconocían a sus mujeres por un lunar en la pantorrilla o por una contraseña secreta. Los rasgos de la cara, después de tantos años de ausencia, ya se habían borrado en la memoria de ambos.
¿Y el sonido? ¿Sería más inasible que la imagen? El 24 de mayo de 1844, Samuel Morse, un pintor norteamericano, inventó el telégrafo. Las letras se traducían en una clave de puntos y rayitas. Con impulsos eléctricos cortos y largos, a razón de quince palabras por minuto, se podían
1 Estas tabletas, como tantas otras maravillas, fueron saqueadas del Museo de Bagdad por las tropas norteamericanas que invadieron el país en marzo 2001.
2 Umberto Eco, El nombre de la rosa. En 1487, apenas cuatro décadas después del invento de Gutenberg, el Papa Inocencio VIII promulgó la primera ley de censura de prensa: sólo se podrían imprimir los textos que la Iglesia autorizara. Si no se obedecía, se quemaban los libros perniciosos. Y también a sus autores. despachar mensajes a través de delgados hilos de cobre casi a la misma velocidad que la luz.3 No se necesitaban carros, barcos, caballos o palomas para comunicarse de un extremo a otro del país. O de un país a otro, con tal que hubiera tierra donde clavar los postes y tender los cables.4
El telégrafo, por primera vez, brindó inmediatez al conocimiento. Pero no era el audio real de la naturaleza ni las palabras vivas de la gente las que viajaban a través de aquella primera línea entre Washington y Baltimore. Los telegramas, como su nombre indica, venían siendo una escritura a distancia, una carta sin tinta ni papel. El sonido todavía no sabía viajar solo, sin la tutoría de un idioma artificial.5
En 1876, Alexander Graham Bell, físico escocés radicado en Estados Unidos, lo logró. El teléfono transformaba el sonido en señales eléctricas y lo enviaba, valiéndose de micrófonos y auriculares, por un tendido de cables similar al del telégrafo.6 La voz humana iba y venía sin necesidad de ningún alfabeto para descifrarla. Si viajaba la voz, podía viajar la música. Y cualquier ruido. El sonido había roto para siempre con la esclavitud de la distancia. Hasta en un pequeño teatro, los actores y las actrices tienen que proyectar la voz para ser escuchados desde las últimas filas. Ahora, con aquel aparatito a manivela, las palabras se impulsaban sin esfuerzo, casi a 300 mil kilómetros por segundo, rompiendo toda barrera espacial.
Antes del teléfono, como señala Bill Gates, la gente creía que su única comunidad eran sus vecinos. Casi todo lo que se hacía se efectuaba con otros que vivían cerca.7 Había que salir de casa, desplazarse, para saber de un familiar enfermo o concertar una cita. El teléfono facilitó la vida cotidiana, acercó a los humanos como nada lo había logrado hasta entonces. Todavía ahora, un siglo después del invento de Bell, nos asombramos cuando estamos en pijama, en casa, apretamos unos simples botoncitos y al instante conversamos con un amigo que vive en Australia.
Voz viva, directa, comunicación de ida y vuelta, ya sin espacio. Pero siempre amarrada al tiempo, el implacable, como diría Pablo Milanés. ¿Si llamabas y no había nadie en el otro extremo de la línea?
¿Si dabas una noticia y el otro la agrandaba o tergiversaba a su antojo? ¿Cómo probar que tú dijiste esto y yo no dije aquello? La voz no dejaba huellas. De cerca o de lejos, el sonido se lo llevaba el viento, no quedaba registrado en ninguna parte.
En 1877, un contemporáneo de Bell, el norteamericano Thomas Alva Edison, experimentaba con un cilindro giratorio, recubierto de una lámina de estaño, sobre el que vibraba una aguja.8 Después de múltiples ensayos, aquel genio consiguió escuchar una canción grabada por él mismo. Había nacido el fonógrafo, abuelo del tocadiscos.9
El sonido había alcanzado la inmortalidad.
3 El telégrafo funcionaba con un electroimán que hacía golpear una aguja contra una cinta de papel. Las señales eléctricas de corta duración marcaban un punto en la cinta. Las largas, trazaban una raya. La cinta era movida lentamente por un mecanismo de relojería.
4 En 1851, se tendió el primer cable submarino entre Francia e Inglaterra.
5 Más adelante, se intentó construir un telégrafo que imprimiera directamente las letras, sin pasar por el alfabeto morse de puntos y rayas. El teletipo es la combinación del telégrafo y la máquina de escribir. En 1920, las líneas de teletipo comenzaron a sustituir al sistema morse.
6 El micrófono convierte el sonido en corrientes eléctricas variables y el auricular, mediante un electroimán, realiza el proceso inverso.
7 Bill Gates, Camino al futuro, Colombia 1995 (leerán ese capitulo mas adelante)
8 Para registrar la voz, se hablaba a través de un embudo en cuyo extremo, por el impacto de las ondas acústicas, vibraba una delgada membrana. Ésta llevaba unida una aguja que iba trazando un surco de profundidad variable, según la intensidad de las ondas, sobre la lámina metálica que recubría el cilindro. Para escuchar la voz grabada, el proceso era al revés: haciendo girar el cilindro, la aguja vibraba recorriendo el surco, la membrana reproducía estas vibraciones y las transformaba nuevamente en sonido.
Edison cambió luego la lámina de estaño por un recubrimiento de cera.
9 En 1887, el alemán Emil Berliner inventó el gramófono. El sonido ya no se registraría en un cilindro, según el modelo de Edison, sino en un disco liso. Estos discos comenzaron a fabricarse con resinas sintéticas. Berliner también descubrió la forma de sacar un molde al disco surcado por la aguja vibradora y, a partir de él, obtener cuantas copias se quisieran. Más tarde, perfeccionada electrónicamente la técnica de grabación y de amplificación, los tocadiscos invadieron el mercado.
El tiempo no se robaría más las voces del mundo. Con el nuevo invento, se podrían documentar los acontecimientos, repetir cuantas veces se quisiera la canción preferida y tocar el himno nacional en los congresos sin necesidad de orquesta. Se podría seguir oyendo a los muertos, como si estuvieran vivos.
Los límites, sin embargo, los establecía la materia. Para escuchar aquel sonido enlatado en el fonógrafo, había que acercarse al aparato. La voz rompía con el tiempo, pero estaba presa de la bocina. ¿Cómo sumar inventos, cómo liberar el sonido manipulado por Edison y Bell? Ya podía enviarse el audio captado en el fonógrafo a través del veloz teléfono. Pero permanecían los cables.
Siempre los cables.